Debería confesar sin pudor que, así como oportunamente me
cautivó el Cassavetes actor de “El bebé de Rosemary” - y enseguida comprendí,
utilizando una frase de Juan Ramón
Jiménez, que se trataba de un “animal de fondo” -, siempre me estremeció su
cine. Durante un tiempo considerable, salvo "Gloria" (que me fascina
y veo una y otra vez), no tuve agallas para terminar de ver ninguno de sus
filmes, por temor a “quedarme afuera” como un idiota.
Vale la pena asomarse a su resuelta disposición de hacer
equilibrio sin red a la hora de explorar los abismos del alma humana. Desde sus
inicios experimentales con "Shadows", pasando por su ruptura con los
grandes estudios (a partir de un célebre entredicho con Stanley Kramer, a quien
llegó a arrinconar contra una pared… quedando interdicto como actor durante un
par de años), así como la necesidad de actuar para poder dirigir (disyuntiva
con numerosos antecedentes, como Hugo Del Carril o Vittorio De Sica), hasta aspectos
íntimos como pactar con Gena Rowlands (la mujer de su vida) que cada uno seguiría junto al otro hasta el final, todo ratifica mi impresión
primigenia de este "lobo estepario" del Séptimo Arte.
Algunos críticos comparan su dramaturgia con la de Eugene
O’Neill. Peter Falk – amigo y
miembro calificado de su gran familia artística – lo describió como un “amante
de la ambigüedad”, y muchos colegas lo consideran el mejor director de actores
de la historia. Cuentan por ejemplo que durante el rodaje de "Una mujer
bajo influencia" interrumpió abruptamente la filmación para socorrer a su
esposa, que dramatizaba el brote de un personaje desquiciado, exclamando “¡se
ha ido!”.
Ben Gazzara – otro
parejero de sus patriadas – alguna vez opinó que Cassavetes “cortaba los hilos”
de la marioneta actoral y llevaba a sus intérpretes hasta el confín de sus
posibilidades. A propósito de esta característica casi salvaje, Orson Welles
habría dicho a Peter Bogdanovich “lo
malo del cine es que viene en latas, y nada enlatado puede saber a fresco”. Sin
embargo, muchos actores que tuvieron
oportunidad de pasar por la experiencia que nos ocupa coinciden en que “con él sentías que tu vida
vale la pena”. Sean Penn, que lo
acompañó en alguna de sus últimas incursiones teatrales, declara “sentías que
John iba a ir contigo hasta donde fuera (…) habría que revisar sus genes”.
Murió de cirrosis en 1989, a la edad de 59 años,
manteniendo intactos su proverbial
creatividad, entusiasmo, y sentido del humor. Alguna vez expresó que
“sin magia sólo vale la pena rendirse, y admitir que en un tiempo vamos a
morir”.-
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