El contexto eminentemente escópico del Siglo
XXI a menudo me lleva a cuestionarme si el imaginario con que contamos los
humanos está condicionado por la alfabetización audiovisual que recibimos. La
de mi generación sucedió en otro mundo, bipolar y moroso, donde una única señal
televisiva estatal y acromática emitía dibujos animados del Pájaro Loco (Woody
Woodpeker), series de Cisco Kid, y programas ómnibus de Nicolás Mancera; la
sala oscura en tanto deslumbraba con un rutilante technicolor que denunciaba cualquier
superposición figura-fondo mediante disímiles niveles de nitidez… y simulaba
dinosaurios filmando un camaleón con aproximación extrema. Lo sé: Somos los
últimos espectadores hipnotizados por Meliés que sobrevivimos en la era de los
Hermanos Wachovski.
Estudiar en un bachillerato especializado en
artes plásticas que lindaba con una Escuela de Cine me permitió asomar a esa
cocina de maravillas. Si bien, a diferencia de la que fundara Fernando Birri en Santa Fe, la platense
- nacida bajo el influjo de Cándido
Moneo Sanz - se volcó hacia la ficción, durante mi adolescencia no
discriminaba las especificidades propias de aquellos dos rumbos, inaugurados
durante el último quinquenio del Siglo XIX por los hermanos Lumiére y por el
“Mago de Montreuil” respectivamente.
No obstante, a fines de los 60s, el apogeo de
las luchas populares condicionó que la mayoría de los trabajos prácticos
encarados por los estudiantes de aquel ciclo superior tuvieran una impronta
documental, como “Evita”, de Eduardo
Leonetti, “Gran Acuerdo Nacional”, de Nalo
Huck, o “Carta del General Valle al General Aramburu”, de Néstor Fonseca.
MERLÍN
EN LA CIUDAD DE LAS DIAGONALES
Los primeros síntomas de lo que llegaría a
ser una verdadera pasión se me evidenciaron huyendo de las pruebas de
matemáticas para refugiarme en la biblioteca de mi propio colegio, donde
recurrentemente solicitaba los pesados volúmenes de la Historia del Cine de
Román Gubern para entretenerme durante largas horas tapando los epígrafes de
cada foto, y desafiándome así a deducir a qué filme correspondía cada una.
Pero el auténtico mentor de aquella vocación
que habría de transformarse en profesión,
cimentada entre la Peña Foto Cine
8mm de La Plata y los sucesivos seminarios - Arte y Crítica Cinematográfica
(1971), Problemática político-social en el cine (1972) - ofrecidos por la Comisión Arquidiocesana para los Medios de
Comunicación Social del Arzobispado local, fue un hombrecito dulce y dotado
de una enorme capacidad didáctica, que no sólo se constituyó en mi primer
maestro de cine sino, a partir de dicho pretexto, en un poderoso referente
ético.
Jamás tuve una charla personal con él. Pero
lo vi resplandecer durante varios domingos, a la misma hora en que muchos
dejaban disolver una ostia sobre sus lenguas, ya que no tengo otro pensamiento
más trascendente que el cine y opino que, si existe otra vida, nos aguarda
allí.
Fue él quien ensanchó mi horizonte
audiovisual iniciándome en consumos no hollywoodenses, como “Moderato Cantábile” (1960, Peter Brook
sobre texto de Margarite Duras), “Era
noche en Roma” (1960, Roberto Rosellini sobre guión de su permanente colega
Sergio Amidei), o “El Puente” (1959,
alegato antimilitarista de Bernhard Wicki, atípico para una potencia bélica),
por citar unos pocos títulos inolvidables que introducía deslizando escasas
pistas interpretativas.
Cuando su prefacio rozaba algún tema
comprometido, mirando hacia las monjas que por lo general ocupaban el fondo de
la sala, aquel simpático erudito en la materia recurría a una muletilla que siempre
me sonó exagerada: “bueno… y no hablo
más, porque si no de acá me saca la policía”. Pero lo cierto es que corría
la dictadura de la “Revolución Argentina” (Onganía, Levingston, Lanusse), nos
dábamos cita en una institución religiosa, y hace poco, reviendo “Valeria y la semana de la fantasía”
(1970, Jaromil Jires), uno de aquellos títulos con que oportunamente logró
hechizarme, revaloricé la advertencia de quien en semejante contexto se expuso
a exhibir un filme de origen soviético, indisimulable carga erótica, y mensaje
netamente anticlerical.
Cada vez que me emociono ante la pantalla
grande o logro un momento conmovedor en
mi propio cine, siento que desde algún lugar Horacio Alberto Iribar me guiña un ojo y sonríe.
DE
LA ENSOÑACIÓN A LA DENUNCIA
Aquella mirada inaugural de adolescente me
apegaba fatalmente a los happy ends.
Mis compañer@s de curso evolucionaron antes que yo y desarrollaron tempranamente un pensamiento crítico,
propenso a consumir cine no comercial.
Alguna vez fuimos a ver juntos “Los
años verdes” (1969, Alan J. Pakula), historia romántica interpretada por
una joven Liza Minelli que ve zozobrar su primer amor al culminar el ciclo
escolar. Convencido por entonces de que deberían existir amores absolutos,
recuerdo que salí del cine totalmente angustiado y proponiendo a l@s demás
interpretaciones más soportables de aquel desenlace. Obviamente, me dejaron
atrás hablando solo.
Por entonces condenaba a mi padre a comprarme
cuanto corto en Súper 8 ofreciera la óptica Del Grosso, ubicada en la Diagonal
74 de mi ciudad natal. Se trataba de resúmenes generalmente mudos y a menudo
inconexos de filmes famosos así facturados por la ignota firma Ken Films inc.
para el disfrute hogareño. Aún evoco emocionado la fragancia de aquellas coloridas
cajitas de cartón contenedoras de un pequeño carrete cuyo inicio venía sujeto
por una breve cinta chonflex color beige: “The Giant Behemoth”, “Vampire and
the Ballerina”, “Frankenstein meets the Space Monster”. Y las excitantes
inscripciones que su portada solía exhibir: “Warning! Beware their stare!”.
Cada estreno de las mismas mereció una nutrida premier en aquella habitación de
estudiante de mi casa natal.
A medida que fui madurando emocionalmente,
pasé de celebrar a Vincent Price en los Martes de Terror del Cine-Teatro
Coliseo Podestá a desentrañar a Bergman en los ciclos de cine-arte del
Cine-Teatro “Ópera”. Con el tiempo transitaría de la diletancia a la
realización, gracias a la recomendación de mi conciudadano Jorge Degiuseppe, quien me facilitó acceder a los talleres de los
invalorables Jorge Prelorán y Gerardo Vallejo. Hoy la posible medida
de una mayoría de edad realizativa se me presenta mediante el desarrollo del
imprescindible distanciamiento emocional que toda edición requiere, para ganar
perspectiva de las imágenes que frecuentemente nos enamoran durante el rodaje,
asumiendo definitivamente que el lenguaje audiovisual reclama ejercitar el arte
de la elipsis.
Con el tiempo, transferí mi devoción
primigenia por el hedonista y grandilocuente Fellini al despojado e insobornable Pasolini. Hago profesión de fe de que pocas cosas me han
proporcionado más placer que el cine, dicho sea esto más allá de cualquier
género, se trate de ensayo, animé, o pornografía. Acaso la consumación de tal
pasión sea la concreción de mi saga documental “Trilogía de los Herejes” (https://www.facebook.com/TrilogiadelosHerejes2016/), tributo al pensamiento
crítico y subversivo.
Que interesante la vida relatada desde la vocación... Doble magia (Una ya es la del cine y la otra es el devenir de esa puerta tras puerta que se abre en el camino de la vocación...) Es una energía suprema! Qué bueno leerte...
ResponderEliminarEs un honor para este blog contar con su palabra, mi muy estimada.
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