Maestro Manoel de Oliveira (Portugal)
El samurai que
nunca olvidó Hiroshima
Fue mi inolvidable mentor cinematográfico quien me inició
en el disfrute del sensei Akira Kurosawa, primero a través de aquel maravilloso alegato
sobre la verdad que es “Rashomon”, su adaptación de la novela de Akutagawa; y después
de “Los siete samuráis”, ese filme tan robado como homenajeado (“Los siete
magníficos”, “Bichos”) He visto algunas filmografías completas: La de Mario
Monicelli, Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Jacques Tati, Pedro
Almodóvar, Álex de la Iglesia, Jaume Balagueró, Guillermo del Toro, Charlie
Chaplin, Francis Ford Cóppola, Martin Scorsese, Woody Allen, John Carpenter, Clint
Eastwood, Tim Burton, Abel Ferrara, Joel y Ethan Cohen, Jim Jarmusch, Werner
Herzog, Lars Von Trier, Takeshi Kitano, Hasao Miyazaki y unas pocas más. La del
autor de “Dersu Uzala” es una de ellas: Jamás logré olvidar el ejemplo humano de
aquel anciano guía de la estepa siberiana que no consiguió adaptarse a la gran
urbe, cuando en sus expediciones colgaba charque en los refugios por si algún
explorador quedaba cercado allí por la nieve. He tratado humildemente de imitar
esa conducta. Me he visto conmovido, a su vez, por aquella abuela que se niega
a olvidar los horrores de Hiroshima a demanda de un nieto occidentalizado en “Rapsodia
en Agosto”, una realización producida
por un norteamericano sensible como Steven Spielberg. A diferencia de la
decepción que me causó ver al Mago de Rímini dirigir tiránicamente a los
actores de “Satiricón” en el backstage
“Chao Federico”, de Gideon Bachmann, no me hicieron mella las rabietas de este
descomunal nipón durante el rodaje de “Ran” registrado por Chris Marker en su documental
“A.K.”. Quizás ocurra porque el primero me resulta un exuberante imaginero
hedonista y autoreferencial, y el artista del Imperio del Sol Naciente un
humanista que siempre veló por el bienestar de su especie.
Cuando Lumumba
empuñó una cámara
Como la de tantos jóvenes de esta latitud, mi
alfabetización audiovisual primaria fue hollywoodense. Hasta que el mundo se
puso patas arriba hacia los 60s y comencé a tomar contacto con propuestas
contrahegemónicas surgidas en el por entonces llamado Tercer Mundo, mis
villanos también fueron los rusos, los nazis, y los apaches. Alguna vez mi
bisoña cinefilia y mi angurria de saber me llevaron hasta la pequeña pero
nutrida librería que Jorge Blarduni, docente de Banda Sonora en la legendaria Escuela
de Cine de La Plata, tenía sobre Diagonal 77, casi esquina 6. Mis ojos se
extasiaban ante la diversidad de opciones que poblaba sus bateas: “De Caligari
a Hitler” (estudio de Sigrfied Kracauer sobre el expresionismo alemán),
“Zengakuren” (ensayo sobre la revuelta de los jóvenes japoneses), “Cine de
prosa vs. Cine de poesía” (polémica entre Rohmer y Pasolini), en fin, de todo.
Allí conseguí algunos ejemplares de la excelente revista CINE
& medios que editaban, entre
otros, Miguel Grimberg (nuestro beatnik argento) y Agustín Mahieu. Los
titulares de tapa de su N° 5, valen como ejemplo de ciertas inquietudes
contraculturales de la época: Godard y La Chinoise, Belson: El film cósmico,
Revolución Norteamericana II, Joaquim Pedro de Andrade, África filma, Mc Luhan…
Sembéne. Siempre me atrajo la resonancia de ese último apellido, por ajena a mi
entorno inmediato. Pero no dimensioné a quien nombraba hasta varias décadas
después, cuando tuve la oportunidad de ver su maravilloso filme “Mooladé”, acerca de la resistencia en un pueblo de África
contra la tradición de cercenar a cierta edad el clítoris de las niñas. Suelo
comprar más bibliografía de la que puedo consumir en los tiempos de que
dispongo, entonces siempre ando con algunos libros encima para hacer más
productivos los viajes y las esperas. En consecuencia, aquella nota adquirida
por un adolescente ignorante fue leída por un sexagenario conteste de que el
máximo exponente del cine proveniente del continente negro fue durante el Siglo
XX un senegalés humilde que se ganó la vida como pescador, albañil, mecánico,
estibador y sindicalista en el puerto de Marsella. El clamor anticolonialista
encarnado por luchadores como Frantz Fanon, Amílcar Cabral o Agostinho Neto alcanza
un inédito nivel estético y narrativo en la filmografía de este longevo maestro
que filmó hasta su último aliento. Ousmane
Sembéne es uno de los mejores ejemplos
acerca de cómo hacer un cine político sin caer en el panfleto.
Cita en Oporto
Nunca la dialéctica entre crisis y oportunidad me resultó
tan productiva como cuando en el verano de 2002, procurando tomar distancia de
una relación amorosa en ruinas, asistí a la decimoséptima edición del Festival
de Cine de Mar del Plata y tomé contacto con el documental “Porto
de mi infancia”, del centenario
realizador portugués Manoel de Oliveira, hasta entonces un desconocido para este cinéfilo
voraz. Tan contundente fue su evocación de la infancia, que abandoné la sala
decidido a reconstruirme desde el cine, indagando en los orígenes de la figura
masculina más influyente que tuve: mi abuelo paterno Clemente, viñatero oriundo
de Paysandú, República Oriental del
Uruguay. Más tarde vería al maestro lusitano dirigir a un postrer Marcello
Mastroianni encarnando a un anciano realizador que también vuelve sobre sus
pasos en pos de las raíces, en “Viaje al
principio del mundo”. El realizador en
cuestión tiene apenas unos años menos que el arte que practica sin descanso: En
su persona sintetizo mi tributo a esos gigantes del quehacer dispuestos a morir
exclamando “Luz, cámara, acción”.
El Benjamín
Button del Séptimo Arte
El tránsito entre el colegio secundario y la universidad
fue mi período más cinéfilo. Por entonces torturaba a mi padre haciéndome
acompañar a los ciclos de cine-arte que ofrecía el Cine Teatro “Ópera” de La
Plata. En alguna ocasión casi pierdo la cabeza como “Pierrot
El Loco” por invitarlo a ver el filme
homónimo del maestro franco-suizo Jean Luc Godard. Honestamente, en dicha
oportunidad probablemente yo entendí menos que él. Pero me empeñé en
disimularlo, porque contemporáneamente mis compañeros más lúcidos del
bachillerato ya leían a Cortázar y hacían sesudas interpretaciones de filmes
como el que menciono. Un servidor no podía ser menos, de manera que yo avalaba
dócilmente sus más osadas conclusiones. Sin embargo alguna vez una intervención
quirúrgica menor me tuvo guardando reposo un mes entero y lo dediqué a revisar
filmografías pendientes, entre ellas la del Grupo
“Dziga Vertov”, que el artista en
cuestión produjera hacia el Mayo de Paris. La saga me recordó la divisoria de
aguas que para mi generación fue aquel 68, y decidí revisar los más recientes
títulos del autor, particularmente Histoire(s) du
Cinema (1998), Film
Socialisme (2010), y Adieu
au Language (2014) Ahora ese
octogenario agudo y lozano que rejuvenece cuantos más años cumple me emociona
hasta las lágrimas. Evidentemente, durante la adolescencia - como mi padre -
estaba formateado para decodificar exclusivamente un relato lineal (planteo,
nudo, desenlace) Pero, tal como nos lo anuncia este ermitaño insomne y transgresor,
el contexto del Siglo XXI - TICs e hipertexto mediante - ha dinamitado la forma
tradicional de narrar. Y héte aquí que, pese a ello, algunos relatos actuales
me logran conmover. Por ejemplo con el perro-testigo de su última entrega, que
filosofa sobre el mundo que nos toca como aquel cuervo de Pasolini en
“Pajaritos y Pajarracos”, y al que el autor dedica una de las bellísimas frases
que contiene esa obra: “Dice Rilke que el perro es el único animal
sobreviviente capaz de amarnos más de lo que se ama”. ¡Gracias Godard, perdón
papá!.
El republicano ecléctico
El republicano ecléctico
Lo
conocimos mascando un purito a contrasol, presto a un duelo con Lee Van Cliff
(villano entre villanos) y dirigido por Sergio Leone. Siempre lo asociaremos a
una banda musical compuesta por Ennio Morricone. Sospecharemos hasta el último
día que sin Harry, El Sucio no habría Ferrara, Tarantino,
Kitano... Ni Boogie, El Aceitoso. Ya nos habíamos politizado cuando sufrimos el
desencanto de enterarnos que el director de las geniales Medianoche en
el Jardín del Bien y del Mal, Río Místico, y Gran Torino entre Kennedy y Reagan
(aspirina o geniol) prefería al cowboy. Hoy envidiamos la seductora
reciedumbre con que envejece, y disimulamos sus bravatas contra Michael Moore.
Acaso porque, leales a los códigos del cine negro, imaginamos cómo debe haberse
sentido al comprobar que tiene un hijo homosexual, y optamos por no abandonar a
un genio por apego a un par de ideas antediluvianas. Quizás semejante fidelidad
explique por qué nos congratula que ese glamoroso Hollywood habituado a
convocar al mundo para premiarse a sí mismo, entre la historia de un potentado
excéntrico que llega a la cima del emporio cinematográfico y la de una chica
humilde que se revaloriza socialmente desde el box; entre el ex cineasta
rebelde definitivamente integrado a las Ligas Mayores del Séptimo Arte, y el
cinéfilo ex divo del western que juega "al costado" de la
industria, opte - a contrapelo de su historia - por galardonar esto último. Aquí
va nuestro homenaje a ese vaquero imperdonable: En su filme “Cazador Blanco, Corazón Negro”, Clint
Eastwood encarna a aquel John Ford que filmó con Bogart “La Reina Africana”. Una
secuencia inolvidable lo descubre compartiendo sobremesa en lujoso jardín con
su guionista - que es judío - y un pesado diplomático pro-fascista que ofenderá
a su amigo. Ni lento ni perezoso, el
viejo vaquero se incorpora como un resorte y reta a duelo al responsable de la
afrenta. Entonces comprueba que ha bebido demasiado y no puede sostenerse en
pie. Sabe que pierde, pero intenta desagraviar al ofendido. Y aquel
reaccionario le rompe la cara a golpes. Vale decir, hace el ridículo en su
propio film. No será fácil arañar esa estatura.
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