lunes, 25 de julio de 2016

COMULGO CON POCHOCLO EN LA FILA 20 DE UNA CAPILLA OSCURA Y CON ACOMODADOR



















El contexto eminentemente escópico del Siglo XXI a menudo me lleva a cuestionarme si el imaginario con que contamos los humanos está condicionado por la alfabetización audiovisual que recibimos. La de mi generación sucedió en otro mundo, bipolar y moroso, donde una única señal televisiva estatal y acromática emitía dibujos animados del Pájaro Loco (Woody Woodpeker), series de Cisco Kid, y programas ómnibus de Nicolás Mancera; la sala oscura en tanto deslumbraba con un rutilante technicolor que denunciaba cualquier superposición figura-fondo mediante disímiles niveles de nitidez… y simulaba dinosaurios filmando un camaleón con aproximación extrema. Lo sé: Somos los últimos espectadores hipnotizados por Meliés que sobrevivimos en la era de los Hermanos Wachovski.

Estudiar en un bachillerato especializado en artes plásticas que lindaba con una Escuela de Cine me permitió asomar a esa cocina de maravillas. Si bien, a diferencia de la que fundara Fernando Birri en Santa Fe, la platense - nacida bajo el influjo de Cándido Moneo Sanz - se volcó hacia la ficción, durante mi adolescencia no discriminaba las especificidades propias de aquellos dos rumbos, inaugurados durante el último quinquenio del Siglo XIX por los hermanos Lumiére y por el “Mago de Montreuil” respectivamente.

No obstante, a fines de los 60s, el apogeo de las luchas populares condicionó que la mayoría de los trabajos prácticos encarados por los estudiantes de aquel ciclo superior tuvieran una impronta documental, como “Evita”, de Eduardo Leonetti, “Gran Acuerdo Nacional”, de Nalo Huck, o “Carta del General Valle al General Aramburu”, de Néstor Fonseca.

MERLÍN EN LA CIUDAD DE LAS DIAGONALES

Los primeros síntomas de lo que llegaría a ser una verdadera pasión se me evidenciaron huyendo de las pruebas de matemáticas para refugiarme en la biblioteca de mi propio colegio, donde recurrentemente solicitaba los pesados volúmenes de la Historia del Cine de Román Gubern para entretenerme durante largas horas tapando los epígrafes de cada foto, y desafiándome así a deducir a qué filme correspondía cada una.

Pero el auténtico mentor de aquella vocación que habría de transformarse en profesión,  cimentada entre la Peña Foto Cine 8mm de La Plata y los sucesivos seminarios - Arte y Crítica Cinematográfica (1971), Problemática político-social en el cine (1972) - ofrecidos por la Comisión Arquidiocesana para los Medios de Comunicación Social del Arzobispado local, fue un hombrecito dulce y dotado de una enorme capacidad didáctica, que no sólo se constituyó en mi primer maestro de cine sino, a partir de dicho pretexto, en un poderoso referente ético.

Jamás tuve una charla personal con él. Pero lo vi resplandecer durante varios domingos, a la misma hora en que muchos dejaban disolver una ostia sobre sus lenguas, ya que no tengo otro pensamiento más trascendente que el cine y opino que, si existe otra vida, nos aguarda allí.

Fue él quien ensanchó mi horizonte audiovisual iniciándome en consumos no hollywoodenses, como “Moderato Cantábile” (1960, Peter Brook sobre texto de Margarite Duras), “Era noche en Roma” (1960, Roberto Rosellini sobre guión de su permanente colega Sergio Amidei), o “El Puente” (1959, alegato antimilitarista de Bernhard Wicki, atípico para una potencia bélica), por citar unos pocos títulos inolvidables que introducía deslizando escasas pistas interpretativas.

Cuando su prefacio rozaba algún tema comprometido, mirando hacia las monjas que por lo general ocupaban el fondo de la sala, aquel simpático erudito en la materia recurría a una muletilla que siempre me sonó exagerada: “bueno… y no hablo más, porque si no de acá me saca la policía”. Pero lo cierto es que corría la dictadura de la “Revolución Argentina” (Onganía, Levingston, Lanusse), nos dábamos cita en una institución religiosa, y hace poco, reviendo “Valeria y la semana de la fantasía” (1970, Jaromil Jires), uno de aquellos títulos con que oportunamente logró hechizarme, revaloricé la advertencia de quien en semejante contexto se expuso a exhibir un filme de origen soviético, indisimulable carga erótica, y mensaje netamente anticlerical.

Cada vez que me emociono ante la pantalla grande o logro un momento conmovedor  en mi propio cine, siento que desde algún lugar Horacio Alberto Iribar me guiña un ojo y sonríe.

DE LA ENSOÑACIÓN A LA DENUNCIA

Aquella mirada inaugural de adolescente me apegaba fatalmente a los happy ends. Mis compañer@s de curso evolucionaron antes que yo y desarrollaron  tempranamente un pensamiento crítico, propenso a consumir cine no comercial.  Alguna vez fuimos a ver juntos “Los años verdes” (1969, Alan J. Pakula), historia romántica interpretada por una joven Liza Minelli que ve zozobrar su primer amor al culminar el ciclo escolar. Convencido por entonces de que deberían existir amores absolutos, recuerdo que salí del cine totalmente angustiado y proponiendo a l@s demás interpretaciones más soportables de aquel desenlace. Obviamente, me dejaron atrás hablando solo.

Por entonces condenaba a mi padre a comprarme cuanto corto en Súper 8 ofreciera la óptica Del Grosso, ubicada en la Diagonal 74 de mi ciudad natal. Se trataba de resúmenes generalmente mudos y a menudo inconexos de filmes famosos así facturados por la ignota firma Ken Films inc. para el disfrute hogareño. Aún evoco emocionado la fragancia de aquellas coloridas cajitas de cartón contenedoras de un pequeño carrete cuyo inicio venía sujeto por una breve cinta chonflex color beige: “The Giant Behemoth”, “Vampire and the Ballerina”, “Frankenstein meets the Space Monster”. Y las excitantes inscripciones que su portada solía exhibir: “Warning! Beware their stare!”. Cada estreno de las mismas mereció una nutrida premier en aquella habitación de estudiante de mi casa natal.

A medida que fui madurando emocionalmente, pasé de celebrar a Vincent Price en los Martes de Terror del Cine-Teatro Coliseo Podestá a desentrañar a Bergman en los ciclos de cine-arte del Cine-Teatro “Ópera”. Con el tiempo transitaría de la diletancia a la realización, gracias a la recomendación de mi conciudadano Jorge Degiuseppe, quien me facilitó acceder a los talleres de los invalorables Jorge Prelorán y Gerardo Vallejo. Hoy la posible medida de una mayoría de edad realizativa se me presenta mediante el desarrollo del imprescindible distanciamiento emocional que toda edición requiere, para ganar perspectiva de las imágenes que frecuentemente nos enamoran durante el rodaje, asumiendo definitivamente que el lenguaje audiovisual reclama ejercitar el arte de la elipsis.

Con el tiempo, transferí mi devoción primigenia por el hedonista y grandilocuente Fellini al despojado e insobornable Pasolini. Hago profesión de fe de que pocas cosas me han proporcionado más placer que el cine, dicho sea esto más allá de cualquier género, se trate de ensayo, animé, o pornografía. Acaso la consumación de tal pasión sea la concreción de mi saga documental “Trilogía de los Herejes” (https://www.facebook.com/TrilogiadelosHerejes2016/), tributo al pensamiento crítico y subversivo.


lunes, 18 de julio de 2016

LONGEVOS











Maestro Manoel de Oliveira (Portugal)

El samurai que nunca olvidó Hiroshima

Fue mi inolvidable mentor cinematográfico quien me inició en el disfrute del sensei Akira Kurosawa, primero a través de aquel maravilloso alegato sobre la verdad que es “Rashomon”, su adaptación de la novela de Akutagawa; y después de “Los siete samuráis”, ese filme tan robado como homenajeado (“Los siete magníficos”, “Bichos”) He visto algunas filmografías completas: La de Mario Monicelli, Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Jacques Tati, Pedro Almodóvar, Álex de la Iglesia, Jaume Balagueró, Guillermo del Toro, Charlie Chaplin, Francis Ford Cóppola, Martin Scorsese, Woody Allen, John Carpenter, Clint Eastwood, Tim Burton, Abel Ferrara, Joel y Ethan Cohen, Jim Jarmusch, Werner Herzog, Lars Von Trier, Takeshi Kitano, Hasao Miyazaki y unas pocas más. La del autor de “Dersu Uzala” es una de ellas: Jamás logré olvidar el ejemplo humano de aquel anciano guía de la estepa siberiana que no consiguió adaptarse a la gran urbe, cuando en sus expediciones colgaba charque en los refugios por si algún explorador quedaba cercado allí por la nieve. He tratado humildemente de imitar esa conducta. Me he visto conmovido, a su vez, por aquella abuela que se niega a olvidar los horrores de Hiroshima a demanda de un nieto occidentalizado en “Rapsodia en Agosto”, una realización producida por un norteamericano sensible como Steven Spielberg. A diferencia de la decepción que me causó ver al Mago de Rímini dirigir tiránicamente a los actores de “Satiricón” en el backstage “Chao Federico”, de Gideon Bachmann, no me hicieron mella las rabietas de este descomunal nipón durante el rodaje de “Ran” registrado por Chris Marker en su documental “A.K.”. Quizás ocurra porque el primero me resulta un exuberante imaginero hedonista y autoreferencial, y el artista del Imperio del Sol Naciente un humanista que siempre veló por el bienestar de su especie.

Cuando Lumumba empuñó una cámara

Como la de tantos jóvenes de esta latitud, mi alfabetización audiovisual primaria fue hollywoodense. Hasta que el mundo se puso patas arriba hacia los 60s y comencé a tomar contacto con propuestas contrahegemónicas surgidas en el por entonces llamado Tercer Mundo, mis villanos también fueron los rusos, los nazis, y los apaches. Alguna vez mi bisoña cinefilia y mi angurria de saber me llevaron hasta la pequeña pero nutrida librería que Jorge Blarduni, docente de Banda Sonora en la legendaria Escuela de Cine de La Plata, tenía sobre Diagonal 77, casi esquina 6. Mis ojos se extasiaban ante la diversidad de opciones que poblaba sus bateas: “De Caligari a Hitler” (estudio de Sigrfied Kracauer sobre el expresionismo alemán), “Zengakuren” (ensayo sobre la revuelta de los jóvenes japoneses), “Cine de prosa vs. Cine de poesía” (polémica entre Rohmer y Pasolini), en fin, de todo. Allí conseguí algunos ejemplares de la excelente revista CINE & medios que editaban, entre otros, Miguel Grimberg (nuestro beatnik argento) y Agustín Mahieu. Los titulares de tapa de su N° 5, valen como ejemplo de ciertas inquietudes contraculturales de la época: Godard y La Chinoise, Belson: El film cósmico, Revolución Norteamericana II, Joaquim Pedro de Andrade, África filma, Mc Luhan… Sembéne. Siempre me atrajo la resonancia de ese último apellido, por ajena a mi entorno inmediato. Pero no dimensioné a quien nombraba hasta varias décadas después, cuando tuve la oportunidad de ver su maravilloso filme “Mooladé”, acerca de la resistencia en un pueblo de África contra la tradición de cercenar a cierta edad el clítoris de las niñas. Suelo comprar más bibliografía de la que puedo consumir en los tiempos de que dispongo, entonces siempre ando con algunos libros encima para hacer más productivos los viajes y las esperas. En consecuencia, aquella nota adquirida por un adolescente ignorante fue leída por un sexagenario conteste de que el máximo exponente del cine proveniente del continente negro fue durante el Siglo XX un senegalés humilde que se ganó la vida como pescador, albañil, mecánico, estibador y sindicalista en el puerto de Marsella. El clamor anticolonialista encarnado por luchadores como Frantz Fanon, Amílcar Cabral o Agostinho Neto alcanza un inédito nivel estético y narrativo en la filmografía de este longevo maestro que filmó hasta su último aliento. Ousmane Sembéne es uno de los mejores ejemplos acerca de cómo hacer un cine político sin caer en el panfleto.

Cita en Oporto

Nunca la dialéctica entre crisis y oportunidad me resultó tan productiva como cuando en el verano de 2002, procurando tomar distancia de una relación amorosa en ruinas, asistí a la decimoséptima edición del Festival de Cine de Mar del Plata y tomé contacto con el documental “Porto de mi infancia”, del centenario realizador portugués Manoel de Oliveira, hasta entonces un desconocido para este cinéfilo voraz. Tan contundente fue su evocación de la infancia, que abandoné la sala decidido a reconstruirme desde el cine, indagando en los orígenes de la figura masculina más influyente que tuve: mi abuelo paterno Clemente, viñatero oriundo de Paysandú,  República Oriental del Uruguay. Más tarde vería al maestro lusitano dirigir a un postrer Marcello Mastroianni encarnando a un anciano realizador que también vuelve sobre sus pasos en pos de las raíces, en “Viaje al principio del mundo”. El realizador en cuestión tiene apenas unos años menos que el arte que practica sin descanso: En su persona sintetizo mi tributo a esos gigantes del quehacer dispuestos a morir exclamando “Luz, cámara, acción”.

El Benjamín Button del Séptimo Arte

El tránsito entre el colegio secundario y la universidad fue mi período más cinéfilo. Por entonces torturaba a mi padre haciéndome acompañar a los ciclos de cine-arte que ofrecía el Cine Teatro “Ópera” de La Plata. En alguna ocasión casi pierdo la cabeza como “Pierrot El Loco” por invitarlo a ver el filme homónimo del maestro franco-suizo Jean Luc Godard. Honestamente, en dicha oportunidad probablemente yo entendí menos que él. Pero me empeñé en disimularlo, porque contemporáneamente mis compañeros más lúcidos del bachillerato ya leían a Cortázar y hacían sesudas interpretaciones de filmes como el que menciono. Un servidor no podía ser menos, de manera que yo avalaba dócilmente sus más osadas conclusiones. Sin embargo alguna vez una intervención quirúrgica menor me tuvo guardando reposo un mes entero y lo dediqué a revisar filmografías pendientes, entre ellas la del Grupo “Dziga Vertov”, que el artista en cuestión produjera hacia el Mayo de Paris. La saga me recordó la divisoria de aguas que para mi generación fue aquel 68, y decidí revisar los más recientes títulos del autor, particularmente Histoire(s) du Cinema (1998), Film Socialisme (2010), y Adieu au Language (2014) Ahora ese octogenario agudo y lozano que rejuvenece cuantos más años cumple me emociona hasta las lágrimas. Evidentemente, durante la adolescencia - como mi padre - estaba formateado para decodificar exclusivamente un relato lineal (planteo, nudo, desenlace) Pero, tal como nos lo anuncia este ermitaño insomne y transgresor, el contexto del Siglo XXI - TICs e hipertexto mediante - ha dinamitado la forma tradicional de narrar. Y héte aquí que, pese a ello, algunos relatos actuales me logran conmover. Por ejemplo con el perro-testigo de su última entrega, que filosofa sobre el mundo que nos toca como aquel cuervo de Pasolini en “Pajaritos y Pajarracos”, y al que el autor dedica una de las bellísimas frases que contiene esa obra: “Dice Rilke que el perro es el único animal sobreviviente capaz de amarnos más de lo que se ama”. ¡Gracias Godard, perdón papá!.

El republicano ecléctico

Lo conocimos mascando un purito a contrasol, presto a un duelo con Lee Van Cliff (villano entre villanos) y dirigido por Sergio Leone. Siempre lo asociaremos a una banda musical compuesta por Ennio Morricone. Sospecharemos hasta el último día que sin Harry, El Sucio no habría Ferrara, Tarantino, Kitano... Ni Boogie, El Aceitoso. Ya nos habíamos politizado cuando sufrimos el desencanto de enterarnos que el director de las geniales Medianoche en el Jardín del Bien  y del Mal, Río Místico, y Gran Torino entre Kennedy y Reagan (aspirina o geniol) prefería al cowboy. Hoy envidiamos la seductora reciedumbre con que envejece, y disimulamos sus bravatas contra Michael Moore. Acaso porque, leales a los códigos del cine negro, imaginamos cómo debe haberse sentido al comprobar que tiene un hijo homosexual, y optamos por no abandonar a un genio por apego a un par de ideas antediluvianas. Quizás semejante fidelidad explique por qué nos congratula que ese glamoroso Hollywood habituado a convocar al mundo para premiarse a sí mismo, entre la historia de un potentado excéntrico que llega a la cima del emporio cinematográfico y la de una chica humilde que se revaloriza socialmente desde el box; entre el ex cineasta rebelde definitivamente integrado a las Ligas Mayores del Séptimo Arte, y el cinéfilo ex divo del western que juega "al costado" de la industria, opte - a contrapelo de su historia - por galardonar esto último. Aquí va nuestro homenaje a ese vaquero imperdonable: En su filme “Cazador Blanco, Corazón Negro”, Clint Eastwood encarna a aquel John Ford que filmó con Bogart “La Reina Africana”. Una secuencia inolvidable lo descubre compartiendo sobremesa en lujoso jardín con su guionista - que es judío - y un pesado diplomático pro-fascista que ofenderá a su  amigo. Ni lento ni perezoso, el viejo vaquero se incorpora como un resorte y reta a duelo al responsable de la afrenta. Entonces comprueba que ha bebido demasiado y no puede sostenerse en pie. Sabe que pierde, pero intenta desagraviar al ofendido. Y aquel reaccionario le rompe la cara a golpes. Vale decir, hace el ridículo en su propio film. No será fácil arañar esa estatura.